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Ibiza, más allá de la fiesta y los mercadillos hippies 

Texto y fotografías por: Ángela Sanz

Me duelen los píes. Llevo demasiados minutos aplastando rocas a mi paso y no sé qué es peor: el calor que desprenden o lo puntiagudas que pueden llegar a ser. Sigo a un turista que, igual que yo, va dando tumbos, deseando que la superficie pedregosa que une cala Salada con su hermana pequeña, cala Saladeta, termine. Un par de bajadas peligrosas más por la roca y estamos en la arena. Bendito terreno indoloro y gustoso.  

El sol es cálido pero no llega a ser sofocante, las ondas del mar balancean una pequeña embarcación a motor que ha decidido que esta sería la cala más idónea para echar la siesta y las casetas de los pescadores vigilan a los bañistas y a las gaviotas que se dejan caer por allí. El dolor de pies ha valido la pena.

Con el paso de las horas el sol va perdiendo fuerza y mi piel ya no admite más crema solar. Hacemos el camino doloroso por segunda vez y ponemos rumbo a una de esas experiencias indispensables en Ibiza…

El aparcamiento situado al comienzo del sendero que lleva a la torre d’es Savinar está abarrotado. Nadie quiere perderse el espectáculo. Las chanclas no son un buen calzado para ninguna actividad en esta isla. Aunque otra vez merece la pena. No subimos a donde se encuentra la torre, nos conformamos con sentarnos en una roca al borde del acantilado. El paisaje está decorado con parejas y grupos de amigos, bebidas, cámaras de fotos, gafas de sol y el peñón de es Vedrà, situado en una isleta justo en frente de donde nos encontramos.

Nos quedamos allí, atónitos, viendo como el mar engulle el sol centímetro a centímetro. Esperando que la brisa no sea demasiado fría y la cerveza demasiado caliente cuando todo haya terminado

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